Rafael Munoa Roiz
(Donostia / San Sebastián 1930-2012)
Óptico, joyero, dibujante, donostiarra, anticuario, pintor, solidario, especialista en platería, coleccionista, humorista, amigo. . . Fue un artista polifacético y amante de la cultura en todas sus expresiones.
Su infancia y adolescencia, en el San Sebastián de la postguerra, son decisivas a la hora de explicar su trayectoria vital. También en lo que respecta a su afición por el coleccionismo en general y por la fotografía en particular, afición en la que le inició su padre.
A lo largo de los años atesoró una colección fotográfica en la que se pueden encontrar obras de artistas locales como Hermenegildo Otero, Valentín Marín, Rogelio Gordón, Benjamín Resines, José Ortiz de Echagüe, Willy Koch, Aizpurua, Abrisqueta, Santesteban, Oyenarte, Campion, etc. junto a otras de fotógrafos de renombre Internacional como los hermanos Neurdein, los suizos De Jhong, el polaco Ladislas Konarzewski o la pionera empresa de fotografías coloreadas Photogloob Zurich. Gracias a su interés por todo lo referente a esta ciudad que él tanto amaba, ha quedado documentado el desarrollo urbanístico de San Sebastián en el siglo XIX tras el derribo de la muralla.
En 2005 la ciudad de San Sebastián le otorgó la Medalla al Mérito Ciudadano.
Construcción de una capital
Las murallas de una pequeña población de pescadores, como era Donostia-San Sebastián, marcaban la vida cotidiana de sus vecinos y la fisonomía del entorno. Los de intramuros, como eran conocidos los que vivían en el interior, se recogían al toque de queda. Los del exterior, dispersados en cientos de caseríos, se expandían por la vega del Urumea y las marismas que llegaban hasta Añorga.
Cuando se retiró la primera piedra de la muralla a derruir (1863), el espacio urbano fue alcanzando, poco a poco, el tono que hoy conocemos. El boulevard, el túnel de Loretopeko, el Casino, el ensanche Cortázar, la Zurriola, los puentes... una serie de construcciones innovadoras fueron diseñando la ciudad que nunca perdió su semblante frente al mar. Los fotógrafos de la época, algunos desconocidos, otros bien conocidos como Hermenegildo Otero, Valentín Marín, Miguel Aguirre e incluso el pintor Rogelio Gordón, dejaron constancia de esa fusión de áreas humanas y de la transformación de una población atrapada durante siglos en el interior de una ciudad amurallada, en una metrópoli cosmopolita.
En 1865 se inicia la construcción del primer edificio
A medidados del S. XIX, el crecimiento demográfico donostiarra, 9.000 vecinos en el casco urbano dentro de la zona amurallada, genera serios problemas de hacinamiento.
Tras ocho años de gestiones, gracias a la intercesión de los generales Prim y Lerchundi se dicta la Real Orden del 22-IV-1863 por la que la ciudad dejaba de ser plaza de guerra, permitiéndose, así, el derribo de las murallas.
Dos años de duras discusiones entre boulevaristas (que abogaban por crear un gran boulevard, parques y paseos que propiciaran una ciudad de vida relajada volcada hacia el turismo) y antiboulevaristas (que apostaban por una ciudad comercial, con un importante puerto mercante), llevaron a una votación de 7 a 7 en el pleno municipal de mayo de 1865. El alcalde Tadeo Ruiz de Ogarrio hizo uso de su voto de calidad inclinando la balanza del lado de los boulevaristas.
Una vez tomada la decisión, comienza la construcción del “Ensanche Cortázar” incluyendo una alameda que separe la ciudad vieja de la nueva.
El edificio de la esquina del Boulevard y la calle Garibai en el que durante 80 años estuvo el Café de la Marina, fue el que inició la construcción de la nueva ciudad.
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