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SOMBRAS DE LA PALABRA

 


 

 

Del 24 de octubre al 1 de diciembre de 2013

 

SALA 1

   
 

TEXTOS:

Juan Ramón Makuso

Aritz Gorrotxategi

Pello Otxoteko

 

ACUARELAS:

Imanol Larrinaga

 

 

 

A sus manos ha llegado la madera, y con ella el caballo. Le ha arrancado el vientre sin relinchos y sin gritos. Golpe a golpe ha cincelado la concavidad, en busca del vacío. El suyo propio y el del caballo. El ser humano, del vacío a la ausencia.  


La figura del caballo tallada por el carpintero es de madera. La ha trabajado con sus manos, pacientemente, cincelando con sumo cuidado cada uno de sus músculos al sol, para que parezca de cobre. Finalmente, sobre la madera ha colocado la carne, y sobre ésta la palabra. Ahora su sombra se tiende gigantesca sobre el suelo, entre los árboles. Él también fue árbol en otro tiempo. Tiempo en el que el carpintero acarició su lomo por primera vez en el bosque, dudando sobre la materia. La madera conoce al carpintero desde siempre.

Entonces eran más jóvenes y el carpintero tenía un antiguo nombre oculto en el pecho. Un nombre con el que hirió la corteza. Un nombre que partió sin remos, como todos los nombres, enviado a lejanos puertos absortos en murmullos oceánicos. Con la mano que comenzaba a tantear la vida cosió al tronco aquel nombre, hoy ya gastado por el viento y la lluvia, por el frió que se cuela en los ataúdes, cosió el nombre de alguien que amó El carpintero y la madera frente a frente, y un eterno ruido de martillo sobre la luz de la alborada, extendiéndose sobre los días.


El paso del tiempo ha apagado lentamente aquel caballo que se adueñó del bosque, aquel caballo y su sombra. El tiempo ha enviado a sus fervorosos trabajadores, a sus enanos con punzón y a sus cíclopes con mazos. A pocos pasos se levanta el poblado construido con los restos de aquella madera; las construcciones  han ido devorando el bosque y sus habitantes. Cesó el metal sobre el sueño. La ciudad se ha desparramado sobre el bosque, cada vez más lejos, cada vez menos necesitada de remos, toda de piedra y madera. Aortas de piedra y puentes, la ciudad se entrega de lleno a su niebla sucia y a sus ruidos cotidianos Nadie recuerda ya la materia del caballo, tan sólo es un pedazo de madera útil para arder en el fuego, el fragmento de un cuento que se quiebra en los rincones. Del vacío ha levantado el ser humano su figura. En las concavidades de la vida cree homenajear su nueva piel de animal. Los guerreros se desparraman en la plaza, cuidando de la ciudad. Pero crece el miedo en sus pupilas, esperando que las puertas de la ciudad se hagan a la mar.

Cuánto más mengua el bosque, más se extiende la ciudad escarbando entre las raíces. Atrás han quedado las ramas y el caballo; las sombras y las cuevas. ¿Quién se atreverá a mirar su propio rostro en las aguas de un río? No cabe duda de que la corriente se llevará a los dos, primero al río y después el rostro. Desconocemos a qué mares.

Ahora verás en las alcantarillas al viejo caballo, envuelto entre cartones. El ser humano ha partido de su interior al alba, acompañado de su martillo, poblada su barba de algas anudadas. El salmón muestra el camino. Ulises, el inventor del remo, también denota rasgos salmónicos, no en vano descubrió en su interior el deseo de retornar al hogar. Por eso vaga por las orillas con una oxidada pregunta entre los labios: ¿cómo amarrar al pecho el gesto del carpintero? Un viejo nombre en una corteza. Ser, entre las sombras.

Atrás ha quedado la ciudad. En el suelo, tendido, el tronco. En las manos serpentea la sombra. Las palabras son meras sombras de los pensamientos. Y sombra de las palabras, la imagen. Un poeta ciego canta los sucesos de entonces. En sus ojos verás aún un gigantesco caballo.